Dos cuerpos cuerpos torturados colgando de un puente, con las entrañas colgando. Una trabajadora sexual que fue asfixiada y encontrada muerta en un hotel. La selva caducifolia de Cacaluta partida en dos por la planta eléctrica de la Comisión Federal de Electricidad. La brutalidad de las imágenes descritas por Cristina Rivera Garza en Dolerse. Textos desde un país herido (Ediciones Libros del Cardo, 2019) remecen y se hacen cada día más familiares a los niveles de violencia a los que nos vemos enfrentados como habitantes de otro país, asimismo herido. La ausencia de Estado o, más bien, la inoperancia de un Estado vaciado por el neoliberalismo, es el horror común de la situación. En el abandono total y progresivo de las políticas públicas de protección social, en el descontrol de las fuerzas policiales en el uso de la fuerza, la desprotección de niños, niñas y adolescentes en las escuelas, en la ola de violencia contra las mujeres en los espacios públicos, entre otras situaciones, se presentan en nuestra experiencia próxima como inevitable signo del dolor. Es ese el concepto clave en la ensayística de Rivera Garza, es ahí donde aguza el ojo para hacer notar cómo el Estado antepone la ganancia a los cuerpos, bajo un régimen de producción neoliberal muy asociado también a las lógicas y ética del Narco: “Y aquí, justo en esto, el Estado neoliberal y el Narco están más que de acuerdo. Si hay que elegir entre la ganancia y el cuerpo, la decisión final será siempre por la ganancia. Confirmando la tesis que Viviane Forrester esgrime en El horror económico, tanto al Narco como al Estado neoliberal les queda claro que el trabajo, y el cuerpo humano que llevaba a cabo ese trabajo en el sentido más amplio del término, en el sentido del trabajo como proceso de transformación del mundo y subjetivación de la realidad, ya no es esencial ni para el funcionamiento del capitalismo ni para la sobrevivencia del planeta” (p.63). En este sentido, la mirada deshumanizada de la sociedad, el fin de la búsqueda de un establecimiento de comunidad, cala hondo en los modos de comprender las relaciones entre habitantes de un territorio.
En Dolerse, Cristina Rivera Garza, recopila fragmentos de ensayos y ejercicios de desapropiación que se relacionan a partir del dolor –el acto de dolerse– como capacidad movilizadora ante el horror. No el horror desde la mirada victimista y pasiva, sino desde la importancia política del conmoverse, la activación desde lo afectivo y la emocionalidad. La pregunta que cruza este conjunto de textos es cómo agenciar el dolor desde un lugar más allá de la inmovilidad en el que se nos ha fijado como sus espectadores: “De ahí la necesidad política de decir “tú me dueles” y de recorrer mi historia contigo, que eres mi país, desde la perspectiva única, aunque generalizada, de los que nos dolemos. De ahí la urgencia estética de decir, en el más básico y también en el más desencajado de los lenguajes, esto me duele” (p.11).
A veces pareciera imposible hablar del dolor en países heridos como los nuestros; una ética con la que nos criaron, que desmerece todo atisbo de emocionalidad en función de las cosas importantes, urgentes, que han de ser resueltas con la cabeza en frío. Pareciera que los sentimientos no tienen lugar cuando lo material, lo hórrido y devastador a nivel estructural se hace presente. El Estado hoy no deja de funcionar en esa dimensión, puesto que ha sido desentrañado, desarmado de toda interioridad y capacidad de pensarse más allá de las razones utilitaristas de la producción. Frente a ello, la escritura aparece como un espacio movilizador, un espacio dentro del cual condolerse en comunidad y “producir desde abajo y en comunidad una vida cotidiana dinámica y creativa” (p.58). Ese poder del lenguaje de volvernos sociales, permitir imaginar otros horizontes posibles y movilizar desde ese deseo la producción de otro presente. Sin embargo, la mirada de Rivera Garza no cae en la credulidad de pensar la escritura como la quintaesencia para la reconstitución del tejido social. Si bien la agencia social, creativa y la potencialidad que en ella se reconoce es una salida a la producción de imágenes y el régimen de violencia que la cultura neoliberal y del narco ha dominado, la autora reconoce también las limitaciones de la escritura para incidir realmente sin reificar el dolor o arrebatar la voz: “me pregunto qué podría la escritura si puediera algo ante tanta y tan cotidiana masacre” (p.136). En ello, se acercarían los procedimientos de las escrituras dolientes, como denomina a aquellas que logran redirigir el lenguaje de su materialidad estética a la materialidad del discurso social, por ejemplo, la poesía documental de Rukeyser, Reznikoff y Nowak.
Este llamado de atención recuerda anteponerse a las promesas simbólicas del sentimentalismo, que solo representan la parte linda y legible del horizonte común. La emocionalidad no solo debe vivirse desde la ternura, la reparación, la normalización de los afectos. Una herida es algo que efectivamente nunca podrá ser sanado del todo. Y es ahí que la propuesta de Rivera Garza es clave para pensar el momento que vivimos como sociedad, hoy, en los territorios de Chile, cuando no podemos olvidar ante el escenario actual en que solo contamos con la promesa de una mejora, mientras todo sigue igual desde Octubre del 2019. No hay que permitir que el horror inmovilice, así como tampoco aceptar la mejor parte de un mal trato – una suerte de adagio en el que Rivera Garza insistirá a lo largo de sus textos–. El llamado a construir, cuestionar y movilizar las relaciones que se establecen en un Estado, puesto que esto es la base del común vivir: el tener una relación viva.
Dolerse. Textos desde un país herido
Cristina Rivera Garza
Ediciones Libros De Cardo, 2019
Por Emilia Pequeño Roessler
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Carlos Cardani Parra
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